¿De qué estábamos hablando?
En el número anterior de Crítica (N° 6, junio del 2009) intenté con mi artículo “¿Qué tenés ahí?” entender cómo las artes visuales interpelan las prácticas estéticas de la cotidianeidad. En esa ocasión la reflexión surgió a partir de la obra de Tracey Emin, My Bed (1998). La instalación de Tracey consistía en su propia cama rodeada del detrictus cotidiano: medicamentos, botellas de vodka, un muñeco de peluche y sus panties entre otros objetos. La cama se re-emplazaba de su cuarto al espacio artístico.
En el número anterior de Crítica (N° 6, junio del 2009) intenté con mi artículo “¿Qué tenés ahí?” entender cómo las artes visuales interpelan las prácticas estéticas de la cotidianeidad. En esa ocasión la reflexión surgió a partir de la obra de Tracey Emin, My Bed (1998). La instalación de Tracey consistía en su propia cama rodeada del detrictus cotidiano: medicamentos, botellas de vodka, un muñeco de peluche y sus panties entre otros objetos. La cama se re-emplazaba de su cuarto al espacio artístico.
Ahora propongo continuar con esta problemática a partir de una inversión: Así cómo Tracey re-ubicaba su cama en un museo o en una galeria, en el proyecto La Mansión (2009) los artistas emplazan su trabajo en un espacio cotidiano, un departamento habitado. Este proyecto transcurre en la ciudad de Buenos Aires y corresponde a la más estricta contemporaneidad, se está desarrollando ahora. Las siguientes líneas aportarán más detalles sobre el asunto.
Sobre el lugar
La Mansion Popular de Flores es un complejo de viviendas sociales inaugurado en 1924. Está pensado como un barrio completo. Los edificios se ubican alrrededor de unas placitas verdes. Como una reproducción en escala reducida, el complejo habitacional es un pequeño barrio. Esto implica cierta discontinuidad en el espacio. Como si cierto límite definiera un espacio duplicado, algo fantasmático. Estos efectos urbanos siempre llaman mi atención. Igual la ruptura con el exterior no es total: el "lenguaje" de las veredas, las plazas y los bancos públicos traza cierta continuidad entre el afuera y el adentro. Pero hay un efecto no previsto por la planificación original. La continuidad señalada por los mismos pavimentos entre el exterior y el interior, entre el edificio y la ciudad, dado por esas baldosas cuadriculadas sobrevivientes, se ha roto. En el resto de la ciudad las veredas ya no son así. Tampoco la plaza señala esta continuidad, tan distinta al resto de las plazas porteñas. Da la sensación que ahora dentro del complejo todo es como era "entonces" en la ciudad. Cierta poética de lo desactivado. Lo noté de inmediato al entrar, tal vez las marcas de cal en los arboles (vieja usanza todavía presente en los pueblos bonaerenses) profundizaron tal sensación. Cómo ya sabía que la muestra tematizaba el espacio tomé nota de todos estos detalles. La situación de ver una muestra ya desencadena en mí una serie de hábitos, mirar determinadas cosas, poner en relación ciertos aspectos. En este sentido un espacio de exposición sigue manteniendo cierta relación con un templo. Ir al templo es predisponerse de cierta manera, además de ser un lugar externo, el edificio, es un lugar "interno". Tres pisos por escalera: la casa-sala.
La Mansión Popular de Flores
La cita es un sólo día, el espacio no es una sala permanente sino un lugar habitado, transitoriamente transformado con fines expositivo-artísticos. Es una casa-taller de tres ambientes y un balconcito. La convocatoria al público no es extensisíma. Esta es la historia: el proyecto surge a partir de una instancia pedagógica. Gabriela Larrañaga le propone en una primera instancia a Bruno Rota realizar una muestra individual y Eva Dolard lo ofrece su espacio. Luego Gabriela invita a realizar la misma experiencia a Eva y a Carolina Nicora. A partir de aquí empiezan a definir el proyecto priorizando la necesidad de desarrollar una reflexión sobre su propio hacer. Entonces desarrolan tres exposiciones en la casa-taller de Eva durante el 2009 coordinadas por Gabriela. Traerán de sus talleres su trabajo y lo haran "interactuar" con ese emplazamiento. Otra experiencia de specific-site. Lo que encuentro distintivo de esta propuesta es el espacio habitado al que se pretende intervenir. Los artistas buscarán establecer relaciones entre el desarrollo de su trabajo y las situaciones que los distintos ambientes cotidianos les proponen (baño, cocina, dormitorio, living, comedor, etc.). En este sentido ellos intentarán "leer" esos objetos y prácticas cotidianas desde los tópicos de su propio trabajo artístico. El camino es de doble circulación: también intentarán que este espacio cotidiano ponga en juego las problemáticas centrales de sus obras. En los casos de Bruno y Carolina la instancia de esta muestra supone una fuerte revisión de sus trabajos hasta el momento.
A la fecha Bruno y Carolina presentaron sus exposiciones, en septiembre expone Eva.
I. La expectativa
Primera experiencia del Proyecto La Mansión a cargo de Carolina Nicora. Ya el título de la muestra proporciona cierta orientación sobre el trabajo. La expectativa es el “motor” que acciona cualquier narración. Los relatos al desarrollarse proporcionan ciertos saberes (personajes, escenarios, circunstancias) que siempre parecen incompletos. Cuando la fuerza de la expectativa cede se produce la clausura del relato, el fin. Esta expectativa se organiza en cierta dialéctica entre el saber y el no-saber. La información del relato en su desarrollo nunca es completa, siempre se presenta por metonímias, indicios, huellas. El indicio articula una presencia, lo que se muestra, lo que funciona como signo y una ausencia, a lo que el signo refiere elípticamente, lo que al señalarse queda paradójicamente sumergido. Más adelante retomaremos este punto.
Carolina emplaza sobre este espacio ajeno otro espacio propio figurado, su propia casa-taller. Sobre el taller despliega dibujos aparentemente en proceso (pegados sobre la pared, sobre la mesa, superpuestos en distintas capas), cuadernos que recopilan dibujos y algunos otros dibujos aislados, más en situación de ser “expuestos”. Sobre el taller real se pone en escena un taller imaginario, duplicado. Lo mismo ocurre en el dormitorio: se pone en escena una cama destendida y una luz tenue que apenas insinúa el follaje de las plantas dispuestas alrrededor de la cama, un sonido leve y continuo “ambienta” el cuarto.
Como una antítesis del “taller” el espacio “dormitorio” es oscuro, cerrado, íntimo. Esos dos espacios contigüos, taller – dormitorio, señalan dos enunciaciones, dos escenarios de intercambio comunicacional. Un espacio público, luminoso, abierto donde se produce (los dibujos son huellas de este hacer), el espacio activo del taller. El otro espacio es pasivo, en el dormitorio se duerme. Como en el programa iconográfico de la Capilla Medicea de Miguel Angel aquí se señalan dos instancias antagónicas y complementarias: las alegorías de la vida activa y la vida contemplativa. La primera referida al día, al trabajo y a la racionalidad, la segunda se identifica con la noche, el descanso y lo irracional. Este espacio de reposo, como indicamos, es un espacio pasivo, en este sentido pasional. Entendiendo a la pasión como pasividad que percibe el sujeto frente a lo que se padece, lo que se experimenta involuntariamente, en este caso el sueño.
Resumiendo: entonces tenemos indicios que configuran un relato desde donde emerge un personaje-narrador que oscila entre dos instancias: soñar en tanto padecer y escribir en tanto hacer. Este par dicotómico no es el único que articula las instancias del trabajo, hay otro al que me quiero referir: ver - leer.
Volvamos a los dibujos de Carolina. Estos dibujos se encuentran presentes en el taller y en el baño, sorteando diversas superficies del muro al papel, trazando una continuidad entre los espacios. Leer – ver es la oposición que se presenta desde el punto de vista del espectador (podríamos decir en reconocimiento) al que se corresponde en la producción escribir – dibujar. Podemos decir que la tajante separación entre estos dos regímenes de la mirada fundan en cierto sentido la “occidentalidad”. Desde la invención de la imprenta la distancia entre escribir y dibujar se ha ido acrecentando. La caligrafía oriental, por ejemplo, reúne esos dos regímenes de la mirada. Leer supone una distancia pautada, esa distancia que va de los ojos a las manos, en cambio el dibujo supone la convivencia de distintas distancias de “lectura”, la mirada cercana del detalle, la mirada lejana del conjunto. Mirar de muy cerca la escritura es mirar la tipografía, el dibujo de la escritura, mirarla de muy lejos implica el riesgo de perder legibilidad, no ver los rasgos distintivos de las letras. Carolina propone reunir estas esferas distanciadas en la operación de escribir-dibujar.
Esta conjunción instaura tensiones. Para el dibujo o mejor dicho para el dibujante, la escritura es en cierto sentido informe. Escribimos automáticamente, entre una “linda” letra dibujada y nuestra grafía “real” hay una gran diferencia. En este sentido no controlamos nuestra escritura. La pericia caligráfica funciona como evidencia porque no somos concientes de la grafía que producimos. Así entiendo la metáfora que se establece entre las formas enmarañadas de esta escritura y el follaje vegetal: las plantas se mueven al crecer y no tienen conciencia de ese movimiento, para ellas hacer es padecer.
Simultáneamente esta escritura es ilegible. Unas pocas palabras muchas veces reiteradas emergen legibles entre las líneas como indicios de un relato: Roma, amor. Ser ilegibles las reinstaura en el orden del dibujo, de la imagen. Como los poemas ilegibles de Mallarmé.
Retomando algunas consideraciones antes planteadas, esta escritura – dibujo, es una huella, la marca de una actividad. Como decíamos, algo presente, un signo, que da cuenta de una ausencia, lo referido, que nos introduce en la dialéctica del saber y no – saber que nos impone la narración. En el balconcito encontramos más indicios: un mapa turístico de Roma marcado y un vestido. En fin, una historia romántica en Roma, tal vez un despecho, tal vez una despedida triste. La historia en sí no es tan importante, lo importante es que la referencia a un relato que se presenta como un estereotipo. Todos los lugares maravillosos de los relatos en un punto son lugares comunes. Así como la escritura se hace ilegible y sólo queda el gesto, la historia también es ilegible y sólo señala la misma actividad de narrar. Tan involuntaria y en este sentido pasional como escribir, crecer, vivir y habitar.
II. Logo mutante
La segunda exhibición del proyecto está a cargo de Bruno Rota. En esta experiencia el diálogo con el espacio es totamente diferente. Se disuelven las relaciones entre los espacios que proponía La expectativa. Ya no hay espacio para el reposo: la muestra artícula un living – comedor, la cocina (que antes no estaba intervenida), un escritorio, el baño y una sala de video. Un motivo gráfico cruza todos los ambientes: una cruz griega, cruz con todos los brazos del mismo tamaño wikipedia dixit. La organización de los espacios ya no responde a la lógica del frente / reverso (taller - dormitorio) como en la experiencia anterior.
En esta ocasión parece abrirse una primera gran escena en el living-comedor donde las cruces ocupan todas las superficies disponibles (paredes, pisos, muebles, objetos). La disposición de las cruces parece indicar que se hubiese producido una explosión de cruces desde un centro, un big bang. También apuntan este sentido la disposición de los muebles y objetos desparramados en las salas. El carácter de puesta en escena en este espacio es evidente. Alrrededor de esta escena se distribuyen las otras salas que parecen dialogar en distintos sentidos con este espacio central.
Empecemos el recorrido de estos espacios “satélites” por el escritorio. Esta pequeña sala se encuentra cubierta por papeles que contienen escritos, dibujos y gráficos. También encontramos dos escritorios con libros marcados (entre ellos Belleza compulsiva y Crimen y diseño de H. Foster), más textos impresos y una computadora con un salva-pantallas con nuestro motivo, las cruces. Este parece ser el espacio de lectura de las propias condiciones de producción de la intervención. Por un lado está representada toda una mirada retrospectiva sobre la propia obra de Bruno: dibujos que muestran un proceso de síntesis que configura el motivo de la cruz, otros proyectos artísticos que se vínculan a la muestra presente. También encontramos libros y textos impresos con pasajes relacionados a este proyecto indicados con la cruz. En el escritorio se territorializa la red intertextual que configura la intervención, se exhiben los vínculos entre los discursos que hacen posible la obra. Es el espacio de las citas, de las referencias al exterior.
Pasamos a la cocina. Mientras que el escritorio parece ser el lugar del saber, la cocina describe procesos del hacer. Sobre la mesada se extiende una superficie de sal con cruces impresas y fósforos usados dispuestos cómo cruces. Se evidencian materiales y procesos. En la heladera encontramos registros fotográficos secuenciales de estas operaciones. En este espacio las operaciones que se privilegian son las relacionadas con los indicios: en los materiales se observan marcas de los procesos que luego son registrados fotográficamente en tanto evidencias. De alguna manera ambos espacios tematizan la circulación y reproducción del motivo cruz, en el escritorio se hace desde el saber, la cita y el intertexto y en la cocina desde el hacer, la secuencia de acciones y sus huellas.
Entre los papeles del escritorio encontré los estudios de un proyecto artístico anterior de Bruno que ya conocía. Se trataba de una barco de juguete, estilo playmóvil, típico de piratas del imaginario infantil, que en los estudios se encontraba como diseccionado, esquematizado en gráficos. En estos esquemas el barco se ubicaba en una red cuadriculada como en una batalla naval. En la sala de proyección volvemos a encontrar estos gráficos. La secuencia de imágenes, que pasan como slides, muestra el proceso de síntesis entre la figura de esa carabela infantil y el damero cuadriculado de la batalla naval. De esta trama se desprende, nuevamente, el motivo de la cruz. Esta genealogía de la cruz la liga a la esquematización del espacio, al establecimiento de coordenadas que estos juegos infantiles proponían.
Volvemos a la escena central del living. Al visitar este espacio a un amigo se le ocurre la siguiente reflexión: la cruces señalan contantemente un aquí – ahora, pero al circular por el espacio te vas dando cuenta que pueden ser también un aquí – antes o un aquí – después. La cruz señala constantemente una coordenada en el espacio que se desplaza en el tiempo y a su vez indica el gesto de esa marcación. Refiere a un lugar señalado y a la vez a la acción de señalar.
La mutación de este logo consiste en su desplazamiento, en la capacidad de trasladarse de un dispositivo a otro. De la pared al papel o a la pantalla, del texto a la imagen, de los objetos cotidianos al registro fotográfico, la cruz explora las fronteras y avanza en otros territorios como los misiles de la batalla naval. Esta capacidad de mutabilidad se pone en juego en el emplazamiento cotidiano. En cada ambiente de la casa la operación artística dialóga con las prácticas cotidianas, el hacer en la cocina, el leer en el escritorio. La operación artística en este caso es una táctica. Sobre un campo que le es ajeno desarrolla cierta lectura de las situaciones cotidianas que le permiten inclinar el campo a su favor. En los juegos de guerra, el T.E.G. por ejemplo, la estrategia refiere a las acciones que un bando realiza en el territorio que domina, en su propio lugar donde controla las situaciones. En cambio las tácticas se realizan en el terreno adverso, donde no se ejerce el control ni el dominio. La táctica siempre es un accionar transitorio y precario.
Agradezco las charlas previas y los comentarios sobre el borrador de este artículo a los integrantes del Proyecto La Mansión.